07 septiembre, 2013

"EL CRIMEN DEL CURA ANGUITA" Acababan de finalizar las fiestas y feria de Moclin, aquel miércoles 5 de octubre fue mucha la gente que había recorrido las empinadas calles del pueblo tras el célebre cuadro del Cristo del Paño. Y la feria de ganado, como siempre, había sido todo un éxito. El martes, día 11, de aquel mismo mes, Juan Márquez Campos se había levantado muy temprano. Era el guarda del Cortijo de Pedernales, sito en el término municipal de Moclin. La mañana era clara, encendió su cigarro y empezó a caminar por aquellos campos. Todo parecía normal, como cualquier día, pero el destino no iba a permitir que fuese así. Cuando se encontraba cerca de la carretera, mejor digamos camino, que iba desde Granada a Alcaudete, divisó un bulto en el suelo. Se acercó con cautela y descubrió con horror que se trataba del cadáver de un hombre. Estaba tumbado boca arriba y tenía la cabeza destrozada, el ojo izquierdo lo había perdido. Parecía tener unos 50 años, su barba y pelo eran canosos. Al lado del cuerpo se podía ver un sombrero, el palo de una silla manchado de sangre, una cantimplora que estaba vacía, un vaso con restos de azúcar y otro elemento de color morado, una botella rota, una talega de pan y una vara de olivo. El hallazgo fue comunicado al juzgado de Moclin, y allí se personó lo antes posible el juez de paz de nuestro pueblo. En los bolsillos del pantalón del cadáver se encontraron algunas monedas falsas, una esquela con el nombre de un procurador, el cual no supo identificar el fiambre y una cédula personal a nombre de Hilario Negrillo Galán. El cuerpo del finado fue expuesto en el camposanto moclineño durante dos días para ver si alguien podía dar alguna pista sobre su identidad. Nadie preguntó por el muerto. El jueves 13,el médico forense don Eladio Ibáñez dio los resultados de la autopsia: presentaba una herida debajo de la axila izquierda hecha con un cuchillo de hoja estrecha que le había partido el corazón; también tenia un disparo con arma de fuego que le había volado la cabeza; la cara la tenía desfigurada a base de golpes. Toda la masa encefálica había quedado desparramada por el suelo. Según el forense primero recibió un disparo, después le machacaron el cráneo y luego le apuñalaron el corazón. Acto seguido el cadáver fue sepultado en el cementerio de Moclin sin que apareciese ningún nombre sobre aquella tumba, a ella solo se acercaban los niños más atrevidos y que luego corrían despavoridos creyendo haber oído alguna voz que salía de la fosa. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué era lo que había pasado? Para resolver el enigma tenemos que irnos al pueblo jienense del Castillo de Locubín unos meses más tarde. En esa localidad ejercía como sacerdote un tal Julián Anguíta García, un hombre cuya conducta dejaba mucho que desear. Pues bien, este párroco recibió a finales de diciembre de este año de 1898 una carta procedente de Málaga en la que se le anunciaba que su padre Antonio había fallecido allí. Sin más indagaciones la familia se vistió de luto y don Julián el cura celebró una misa por el eterno descanso del alma de su progenitor, y en paz Cristo. Pero en el pueblo, donde no se fiaban mucho del cura, empezaron a sospechar que allí ocurría algo raro. No veían que don Julián ni su madre estuviesen demasiado apenados por la muerte de su familiar, además se sabía que las relaciones entre ellos y el difunto no eran muy buenas, en más de alguna ocasión el hijo y la esposa habían maltratado físicamente al fallecido Antonio. El juez del pueblo empezó a indagar, mandó un telegrama a Málaga desde donde le contestaron que allí no tenían constancia de que hubiese muerto nadie que respondiese al nombre de Antonio Anguíta Hidalgo. Entonces el citado juez pidió al párroco que le entregase la carta recibida en la que le notificaban desde la ciudad malagueña la muerte de su padre. Un experto examinó la nota y comprobó que esta había sido escrita por el mismo don Julián el cura, cambiando un poco su propia letra para que no fuese reconocida. Con estas pruebas el juez de Alcalá la Real mandó encarcelar a don Julián Anguíta, a su madre y a sus dos tíos, Candido y Miguel García Castillo. Los detenidos confesaron el delito. Veamos como fue todo: el asesinado Antonio Anguíta Hidalgo y su esposa María García Castillo era un matrimonio muy mal avenido, las peleas eran continuas, ella era una mujer dominante y los negocios de Antonio no marchaban bien. Toda su fortuna estaba pendiente de un pleito que tenía con un vecino. Su esposa y su hijo el cura le acosaban e insultaban y Antonio les amenazaba con dejarlo perder todo y que se quedaran sin un céntimo, incluso asustó a su descendiente con denunciarlo al obispo por su mala conducta. Ante esta situación, María García, planeó matar a su marido con la ayuda de su hijo y de su hermano Cándido. Fueron juntos a las tres farmacias que había en Alcalá la Real para comprar un veneno, pero no se lo vendieron por no llevar receta médica. Al día siguiente, Cándido si lo consiguió en una botica de Valdepeñas de Jaén, alegando que lo necesitaba para matar al perro de un vecino que por las noches no lo dejaba dormir con los ladridos. La madrugada del lunes, 10 de octubre, Antonio Anguíta viajaba a Granada para resolver el pleito que tenía pendiente. Le acompañaban su hijo el cura y sus cuñados Miguel y Cándido. Todos viajaban en mulo. Cuando llegaron a un monte del cortijo de Pedernales, en el sitio llamado Cuesta Blanca, pararon para almorzar. Entonces el párroco don Julián y Cándido dieron a Antonio de beber un refresco preparado por su esposa Maria. El bebedizo contenía agua, azúcar, aguardiente y el veneno que era bicloruro de mercurio. Nada más tomarlo el pobre hombre comenzó a vomitar y sentir fuertes dolores. Pero como pasaba el tiempo y no se moría, el sacerdote le pegó un tiro a su padre que le entró por un ojo y le destrozó la cabeza. Como aún se movía, lo apaleó con la pata de una silla y finalmente lo apuñaló de una forma bestial. Consumado el crimen regresaron al Castillo de Locubín. Unos meses mas tarde don Julián escribía una carta y mandó a su tío Cándido para que la depositara en la estafeta de Pinos Puente. Esa era la carta que simulaba venir de Málaga y anunciaba la muerte en aquella ciudad de Antonio Anguíta. Cuando todo fue descubierto fueron encerrados en la cárcel de Granada en espera de juicio. Dos años después, el miércoles 6 de junio de 1900, en la Audiencia Provincial de Granada, con una gran expectación, se celebraba el juicio contra el Presbítero Julián Anguíta García, María García Castillo y sus dos hermanos Cándido y Miguel. Los dos últimos acusaban a su sobrino el cura de ser el principal autor del crimen y este aseguraba no acordarse de nada. El domingo 10 de junio de 1900, a las nueve de la noche, el tribunal condenaba a la pena de muerte por garrote vil a don Julián, a su madre y a su tío Cándido. Su otro tío, Miguel fue absuelto. María García, la inductora del crimen, no llegó a subir al patíbulo, murió en la cárcel granadina de una tuberculosis el 27 de agosto de 1900. Antes de morir dio al capellán de la prisión diez pesetas para que celebrase unas misas por el descanso de su alma. Aquel mismo día en que fallecía doña María, los granadinos pudieron ver por la calle de su ciudad, caminar a su hijo Julián. Y es que se había declarado un incendio en una casa contigua a la cárcel provincial y los presos fueron trasladados al ayuntamiento de Granada. Hay una foto de ese traslado en la que se puede ver a Julián Anguíta que iba esposado junto a otro célebre asesino, era un tal Pedro Vallejo, autor del crimen conocido como “La muerte de la hija del quesero”. Don Julián fue ejecutado en el patio de la cárcel granadina el martes 9 de julio de 1901. El cura del Castillo de Locubín llevaba un crucifijo en sus manos, subió algo nervioso al patíbulo. El verdugo le quitó el alzacuello y le dio muerte con rapidez. Acto seguido se procedió a ejecutar a su tío Cándido. Este se desmayó camino del cadalso, tuvo que ser llevado a rastras mientras lloraba y suplicaba. Hasta el último momento confió en que llegara un indulto, pero no fue así. El verdugo que tocó a don Cándido era menos experimentado y el desgraciado murió entre terribles espasmos. Mientras en la catedral granadina se celebraba una misa por el alma de aquellos desdichados. (Información recogida del libro “Crónica negra de Granada” del autor Cesar L. Girón López)

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